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foto: Verónica salem - diario el comercio 

Keiko para pulpines y dummies…

Para no extraviarse en la segunda vuelta, con Guzmán o sin él

Carlos Paredes

@cparedesr

Publicado: 2016-02-16

Se han ensayado varias y variadas teorías para entender por qué el fujimorismo conserva el voto duro y constante de un tercio del electorado a pesar de lo que fue ese gobierno: corrupción obscena, violación a los derechos humanos, autocracia y envilecimiento de las instituciones fundamentales de la República. A pesar también de Vladimiro Montesinos, de los vladivideos, del grupo Colina, de la renuncia por fax, de la postulación al senado japonés. De todo eso y más. Se ha dicho mucho. Desde explicaciones facilistas hasta teorías sofisticadas que echan mano a las categorías de la ciencia política para explicar esto que, desde el sentido común, es inexplicable. Un argumento reduccionista sostiene que el fujimorismo está vivo y fuerte porque “Dios es peruano” o porque solo estas cosas pueden pasar en el Perú, un país autodestructivo, errático, amnésico, que no aprende de su pasado vergonzante y que cíclicamente lo repite. Donde no hay ciudadanos, o sea electores que confrontan programas, analizan equipos de trabajo y propuestas, que auscultan a los candidatos, sino “electarados” (Aldo Mariátegui dixit). Las explicaciones más exquisitas van por cuenta de los politólogos. Ellos han acuñado neologismos académicos como “autoritarismo competitivo” para explicar a los regímenes autoritarios híbridos, donde hay medios independientes y partidos de oposición que compiten en desigualdad de condiciones con el partido oficialista que normalmente busca la reelección. Los organismos del Estado, que deberían ser los árbitros neutrales, son usados como armas en contra de los adversarios. Estos gobiernos, en determinada coyuntura, normalmente grave para un país, resuelven los problemas más acuciantes y por ello se granjean la identificación y gratitud de un sector importante de la población, especialmente de los más pobres. Se legitiman en el tiempo sobre la base de resultados tangibles para problemas concretos, al margen de las formas democráticas. Como decían los defensores más fanáticos del autogolpe del 5 de abril de 1992 “la democracia no se come”. Para los politólogos, el decenio de Alberto Fujimori calza en esta categoría. Puede ser. En todo caso, está claro que no hay una sola explicación para un fenómeno complejo como el fujimorismo. Pero hay una realidad que ha quedado en evidencia en los últimos cinco años: el fujimorismo se ha erigido como la primera fuerza política del país. La más organizada y la que ha construido bases en todos los rincones de la patria. Lograron resucitar después de protagonizar el escándalo de corrupción más grande de nuestra historia republicana.

Si todo lo anterior corresponde al mundo de las opiniones y observaciones de la ciencia política, lo que sí hay es una muestra empírica de las encuestadoras que explicaría la composición del voto duro fujimorista. Gran parte de éste viene, paradójicamente, de los dos extremos de la estructura socioeconómica de la sociedad peruana. Por un lado, de la gente más humilde de las barriadas y pueblos jóvenes de las grandes ciudades y de los poblados olvidados de la sierra y selva. Y en el otro extremo, de los empresarios y algunas señoras, de lo que queda de la oligarquía peruana, que parecen estar infinitamente agradecidos a Fujimori porque, según ellos, acabó con el terrorismo criminal de Sendero Luminoso, paró la hiperinflación dejada por el primer gobierno de Alan García e insertó al país en el mundo financiero internacional. Están seguros que Fujimori cambió el Perú. Que era necesaria su mano dura para resolver problemas graves. La vieja retórica fujimorista, esgrimida cuando la pus empezó a saltar después de la primera reelección. Pero a ellos, a los fujimoristas duros, nadie les hará cambiar de opinión. Es lo que se ha dado en llamar la Derecha Bruta y Achorada DBA (Juan Carlos Tafur dixit). Por lo menos, eso han registrado todas las encuestadoras en las dos últimas dos elecciones generales 2011 – 2016. 

Otra sería la lógica del voto fujimorista que tiene un código postal distinto a la clase alta. Para los fujimoristas más pobres, aquellos que nunca sintieron la presencia del Estado en sus villorrios, el ingeniero Fujimori fue el único presidente que algo hizo por ellos. Que los sacó de su condición de invisibles, de olvidados consuetudinarios. A los empobrecidos fujimoristas urbanos, el Chino les construyó el colegio, la posta médica y les aseguró víveres y cocinas para los comedores populares, para los comités del vaso del leche, a través del Pronaa. A los comuneros de los pueblos andinos y a los marginados de la marginal de la selva, Fujimori los visitó, les ofreció carreteras, centros de salud, luz eléctrica y colegios. Quizá no cumplió con todas sus promesas, o lo que se hizo no estuvo bien construido por la corrupción, o las computadoras que mandó para el colegio nunca se usaron porque no tenían conexión de energía eléctrica o Internet. Como fuera, pero para ellos, Fujimori fue el único presidente que los visitó y algo les dio. A los demás solo los conocieron por foto. O los vieron por la tele, si lograban instalar una parabólica en su comunidad. Estos electores creen que en todos los gobiernos se ha robado, dicen que la única diferencia es que en el fujimorismo hubo un maniático corruptor que lo grabó todo subrepticiamente y dejó los videos para la posteridad. Nada más. El “roba pero hace obras” aceptado como parte del contrato social. Ellos ven en Keiko la prolongación del patriarca Alberto Fujimori. Su agradecimiento llega al extremo de enviar a sus dirigentes a Lima para visitar a Fujimori en la DIROES, hasta donde llegan con quesos, gallinas, cuyes y comida para obsequiar a su líder a quien consideran injustamente preso. Un preso político. Para la mayoría de ellos elegir a Keiko significa liberar a Alberto. Este asistencialismo puro y duro de un gobierno populista se explica en un sistema político como el peruano sin partidos, caudillista y sin programas de gobierno serios y que se implementen. El fujimorismo no es de derecha ni de izquierda. El régimen de Alberto Fujimori ha sido catalogado como una “dictablanda” o autocracia cívico militar. Empezó como un gobierno democrático después de una victoria sorprendente contra Mario Vargas Llosa. Su primer gabinete ministerial incluyó a figuras respetables de la izquierda pero poco a poco fue perdiendo las formas democráticas hasta el autogolpe del 5 de abril de 1992. Y de ahí pasó de la democracia a la autocracia y terminó en cleptocracia, intentando perpetuarse en el poder con una tercera reelección ilegal y fraudulenta. No por nada, en el 2004 Transparencia Internacional consideró a Alberto Fujimori dentro del top ten de los gobernantes más corruptos del planeta. Con todos los méritos, ocupa el sétimo lugar de ese ranking del robo y la corrupción, se le achaca haber desaparecido 600 millones de dólares de las arcas públicas, cifra que ha sido cuestionada por otros analistas quienes sostienen que el desfalco es una cifra diez veces mayor. El problema para sus detractores es que hasta ahora no se ha podido encontrar una cuenta cifrada a nombre de los Fujimori en algún paraíso fiscal o alguna empresa de fachada o algún testaferro que lo represente en negocios millonarios. Pero si hay indicios más que razonables para colegir que Alberto Fujimori no solo cometió el “error político” de dejar hacer, dejar robar a Montesinos y sus secuaces, sino que conoció de todos sus delitos y los consintió bajo el dogma maquiavélico de decir que el fin justifica los medios. Dos casos derrumban esa teoría amoral de defensa: el pago de los estudios universitarios de sus cuatro hijos en universidades de Estados Unidos, calculado en alrededor de un millón de dólares, y la devolución, en efectivo, de 15 millones de dólares que exigió Montesinos como indemnización antes de fugarse a Panamá, una especie de CTS de la corrupción. Ese dinero salió en efectivo de alguna caja fuerte de Palacio o el SIN, lugares donde dormía Fujimori. Entonces, ¿cómo se explica que una porción de los peruanos más instruidos, con mayor información todavía vote por el fujimorismo?. No es una cuestión ideológica porque el fujimorismo no tiene ideología. Tampoco es un tema programático, Fujimori nunca respetó su plan de gobierno. En 1990 ofreció gradualismo frente a la propuesta de shock económico del FREDEMO y lo primero que hizo, a los diez días de estar en Palacio, fue el fujishock económico. Juan Carlos Hurtado Miller, entonces ministro de Economía solo atinó a decir “que Dios nos ayude”. Si no es nada de esto, ¿entonces qué es?.  Puede haber una explicación más pragmática. Una porción de empresarios lo quiere porque Fujimori vendió las empresas públicas, varias de ellas malbarateadas y en ganga, que compraron frotándose las manos. Abolió la legislación laboral que favorecía a los trabajadores y, en la práctica, desapareció los sindicatos. El libre mercado como dogma en un país donde el mercado es incipiente o no existe en muchas actividades. Y donde los reguladores no tienen dientes. Para estos empresarios mercantilistas el neoliberalismo económico les significó incrementar considerablemente sus fortunas familiares. Por eso están eternamente agradecidos con el fujimorismo, colaboran con él y son los primeros en mojarse a la hora que pasan el gorrito para financiar una campaña electoral. Algunos dan la cara y declaran abiertamente su militancia fujimorista, la mayoría prefiere el perfil bajo porque para sus amigos del Club Nacional o vecinos de Asia todavía puede ser políticamente incorrecto seguir apoyando al Chino, preso por corrupción y violación de los derechos humanos. 

Keiko Fujimori Higushi es la heredera natural de este voto duro fujimorista, de este caudal inamovible de adhesión a una propuesta política controvertida, con malos antecedentes, con su líder histórico preso, sentenciado a 25 años por graves crímenes. Sin embargo, con toda esta mochila a cuestas, en el 2011 estuvo a punto de convertirse en la primera presidenta del Perú. Pero no le alcanzó este voto militante, ese voto duro, naranja por convicción o conveniencia. Ganó en la primera vuelta. Para la segunda tenía que seducir a los que no la querían, especialmente a los que siempre han sido críticos de su padre y todo lo que representa, al voto de centro-izquierda, a los caviares. Pero su tibieza a la hora de condenar los crímenes perpetrados en el gobierno del que fue primera dama le hicieron perder credibilidad. No pudo hacerlo. Ollanta Humala le ganó con el aval de Mario Vargas Llosa. Cambió el polo rojo por la camisa blanca y de la gran transformación pasó a la hoja de ruta. Espantó el peligro chavista y convenció a esa clase media indecisa. Aunque, para ser sinceros, muchos electores se sintieron en la obligación de votar por el mal menor, el dilema entre el cáncer y el sida. El plebiscito al revés, votar para que alguien no sea presidente. Keiko aprendió la lección y decidió insistir. Hace cinco años está dedicada a construir ésta, su segunda candidatura presidencial. Y se ha esmerado en hacer cambios estratégicos. No más Carlos Raffo, tampoco Jaime Yoshiyama en el equipo de campaña. Menos Jorge Trelles Montero, el de “nosotros matamos menos” o Rafael Rey, autor de la célebre frase “no contra su voluntad, sino sin voluntad” para explicar las esterilizaciones forzadas a mujeres campesinas. Ahora Keiko Fujimori ha confiado su campaña a dos personas. Pier Paolo Figari Mendoza y Ana Herz Garfias de Vega, la inflexible Ana Vega en el bunker de la calle Bucaré en Camacho, centro de operaciones del buró político de Fuerza Popular. Figari es considerado el ideólogo del partido, trabaja con Keiko desde que era congresista. Antes le hacía sus discursos, ahora hace mucho más que eso. Formalmente aparece como secretario de Ética y Disciplina pero para todo efecto práctico es su jefe de campaña. Ha salido del anonimato como protagonista de agresiones  e insultos a periodistas y detractores del fujimorismo en el aeropuerto de Arequipa. Ana Vega trabaja con ella desde que se hizo primera dama hace 21 años, fue su soporte emocional, estuvo con ella en momentos tan difíciles como aquel día de noviembre del 2000 cuando su padre renunció por fax a la presidencia de la República desde Japón y Keiko tuvo que dejar Palacio de Gobierno por la puerta lateral sacando sus cosas y con su perro entre brazos y la cara de vergüenza y decepción. Ana Vega esta peleada con el fujimorismo tradicional. 

Keiko Fujimori dice que, a diferencia de su padre, ella sí cree en los partidos políticos. Es institucional. Por eso, Fuerza Popular, la sexta nomenclatura del fujimorismo (Cambio 90, Nueva Mayoría en el 95, Vamos Vecino en el 98, Perú 2000 y Fuerza 2011), ha construido bases en todas las regiones. Ella misma ha viajado constantemente a provincias para organizar estructuras renovadas del partido. Para iniciar la campaña en serio, aceptó exponer su plan de gobierno en el Centro de Estudios Latinoamericanos David Rockefeller de la Universidad de Harvard y someterse a las preguntas de alumnos y profesores. No le fue mal, según han comentado sus críticos, como el politólogo Steven Levitsky, organizador del evento, conocedor de la política latinoamericana y especialmente de la peruana pues su esposa es una acuciosa periodista de investigación nacida en estas tierras. En Harvard, Keiko ensayó su nuevo discurso: apoyó el trabajo de la Comisión de la Verdad y Reconciliación, condenó a los médicos y se solidarizó con las mujeres que sufrieron esterilizaciones forzadas, estuvo a favor de la unión civil para compartir derechos patrimoniales, dijo que las reelecciones de su padre debilitaron a las instituciones democráticas y hasta respaldó el aborto terapéutico para salvar la vida de las madres. Al día siguiente el ingenio popular la bautizó como “Keikaviar”. Pero ni con las insistentes preguntas, Keiko reconoció los crímenes cometidos en el gobierno de su padre, solo aceptó que hubo errores. Después vino otro golpe estratégico de campaña. Antes de inscribir su lista de candidatos al congreso sostuvo un pulseo público con su padre. Desde su celda Alberto Fujimori escribió una carta defendiendo la incorporación de figuras históricas y controvertidas del fujimorismo como Martha Chávez, María Luisa Cuculiza y Alejandro Aguinaga, ex ministro de Salud en tiempos de esterilizaciones y su médico de cabecera. Kenji Fujimori apoyó a su padre. Dicen que todo coordinado por Carlos Raffo, el ex congresista “Albertista” hasta la médula de los huesos, que todos los domingos lo visita antes de las siete de la mañana en la DIROES. Al final, Keiko se impuso y los tres halcones fueron excluidos de la lista de postulantes al congreso. Para los escépticos ésta fue una maniobra calculada para darle legitimidad a Keiko, que todo estuvo conversado previamente y por eso los separados no hicieron cuestión de Estado, se allanaron a la decisión. Como haya sido, Keiko ha cambiado a los históricos duros por emprendedores jóvenes y exitosos, la mayoría hechos desde abajo, y que representan ese país pujante, el de las Mypes, que crea siete de cada diez puestos de trabajo en el país. Todos están en calidad de invitados, nunca antes pertenecieron a Fuerza Popular. Otro detalle, a diferencia de su padre, la hija de Alberto Fujimori no hace mítines multitudinarios, prefiere los festivales de la juventud que terminan en bicicleteadas o en concursos de hip hop, breakdance o skaters. Otro cambio nada menor, el emblemático color naranja, el color sinónimo del fujimorismo lo ha reemplazado por el blanco. Y eso se ve claramente también en sus candidatos al congreso, ellos usan blusas o camisas blancas con el símbolo de K en el pecho izquierdo. Todo está estudiado y calculado en la estrategia de campaña. No concede entrevistas fácilmente, ha estudiado y entrenado cada respuesta para las preguntas que la persiguen: indulto al padre, supuestas torturas a la madre, quién pagó sus estudios universitarios, de qué vive si ella no trabaja, a qué se dedica su esposo en el Perú, entre otros. En las dos últimas entrevistas exclusivas que ha concedido a medios de alcance nacional ha logrado dos titulares en el intento deliberado de limpiar los estigmas del pasado. En la entrevista que dio al diario El Comercio, el titular fue “Yo de ninguna manera hubiera cerrado el Congreso”. En la entrevista que inauguró el programa de Milagros Leiva en ATV, la portada fue “Quiero ser presidenta del Perú una sola vez”. Mensajes directos en contra de lo que hizo su padre en el poder. En su propaganda electoral hay una nueva propuesta estética y de frases clave, las que apelan al futuro y evitan reminiscencias del pasado vergonzante. La figura de su padre no se asoma para nada en ningún acto proselitista. Menos en los carteles o spots televisivos. Es la K la letra sobre la que gira toda la campaña. Con esta estrategia no le ha ido mal. Hace dos años que tiene más de 30% en todas las encuestas de intención de voto, y el anti voto se ha reducido de 50% a 34%. Ha reclutado tecnócratas jóvenes para hacer su plan de gobierno. Está segura que ahora sí la agarra. Sin embargo los nubarrones de los latrocinios de su familia en el poder y su ejecutoria pública todavía le alcanzan y no la dejan. 

 Sobre corrupción, cinco familiares directos de Keiko Fujimori, cuatro tíos y una prima, están en la lista de los cerca de 90 fujimoristas que se encuentran en calidad de prófugos de la justicia anticorrupción. Sus tíos Pedro, Juana, Rosa Fujimori y Víctor Aritomi están acusados por la Fiscalía de la Nación de haber administrado un total de 84 millones de dólares de donaciones de ciudadanos e instituciones japonesas a lo largo de los diez años del gobierno de su padre. Nadie sabe con certeza qué se hizo con este dinero que, en un principio, venía a nombre de su madre Susana Higushi, cuando todavía era primera dama. Se ha caricaturizado la denuncia de su madre relacionándola a un poco de ropa donada mal repartida. Es mucho más que eso. La madre de Keiko, en una declaración ante el Ministerio Público en el 2001, a la caída del fujimorato, dio una serie de detalles sobre las fundaciones AKEN y APENKAI usadas para licuar estas donaciones de decenas de millones de dólares. La Fiscalía logró que las autoridades panameñas levanten el secreto bancario de una cuenta del Citibank usada como caja chica de la familia. Hoy todos ellos se refugian en su nacionalidad japonesa para no responder a la justicia peruana. Es más, Keiko vivió varios años en la casa de una de las tías prófugas, inmueble que tiene embargo preventivo. Más allá del latrocinio a los dineros de todos, para un sector importante de la clase media ilustrada, a la que Keiko no puede convencer fácilmente, lo peor del fujimorato fue que, como nunca en la historia del país, en ese régimen se envilecieron a las instituciones tutelares. Militares y policías firmando cartas de sujeción a un oscuro Capitán en retiro acusado de espionaje, traición a la patria y narcotráfico: Montesinos. Y su cúpula robando millones de dólares que no pudieron esconder con eficacia ni siquiera en cuentas cifradas de conocidos paraísos fiscales. Jueces y fiscales vendiendo fallos y resoluciones a Montesinos, quien los usaba como sicarios contra los opositores políticos y la prensa independiente. Dueños de medios de comunicación que vendieron su línea editorial a cambio de millones de dólares puestos en fajos descarnados, uno encima de otro, sobre la mesa de la obscena oficina del SIN. Diarios abyectos, bautizados como “Chicha” que destilaban estiércol contra políticos de oposición y periodistas valientes. Empresarios que negociaban prebendas, leyes con nombre propio o fallos judiciales en el SIN. Congresistas que se cambiaban de bancada por unos miles de dólares o por  de algún arreglo judicial a su favor. Que votaban como les ordenaba Montesinos o que, en el colmo de la indignidad, leían discursos que ni entendían, escritos por el sociólogo Rafael Merino Bartet, conocido entre los esbirros de Montesinos como Walt Disney. Porque hacía hablar a los animales. En suma, Fujimori y Montesinos demostraron que en el Perú toda la clase dirigente, o casi toda, tenía un precio. Algunos no se vendieron, es cierto. Pero sí se alquilaron. Y a buen precio.  De ese tamaño fue el agravio moral al país. Esa es la pesada mochila que carga Keiko Fujimori.


Escrito por

Carlos Paredes

Estudió Derecho y Ciencias de la Comunicación en Lima y una Maestría en Comunicación Política en México. Es periodista desde el año 1990.


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