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Maldita herencia

Publicado: 2011-08-13

El 20 de abril de 1993 pasará a la historia como el único día que Cantinflas hizo llorar a la gente. Han pasado 100 años desde que nació el célebre Mario Moreno Cantinflas y dieciocho desde su muerte. Antes de cremar sus restos, el hijo y un sobrino empezaron una disputa por lo mejor de la herencia que dejó. El lio judicial se ha mantenido desde entonces al grado de convertirse en una guerra sin cuartel. Ambos tienen millones de razones para no claudicar en su lucha: se disputan las regalías de 34 películas que pueden hacerlos millonarios.

Por Carlos Paredes

La última película de Cantinflas no da risa. En primer plano, el cómico yace en la cama de un hospital de Houston consumido por un cáncer que los doctores no pueden curar. Afuera, dos tipos se pelean por su herencia. Uno es su hijo adoptivo y el otro, su sobrino carnal. Ninguno de los dos es chistoso, se odian a muerte, evitan hablarse y sólo se envían notas con sus abogados. El hijo acusa al sobrino de obligar al moribundo Cantinflas a firmar un papel en blanco, aprovechando que le habían inyectado morfina. El sobrino replica diciendo que el hijo es un drogadicto y que golpea a su desahuciado papá. Al final de la historia, Cantinflas se muere, lo entierran miles de mexicanos y los tipos se siguen peleando. Luego la trifulca se va a los juzgados, que no son como los de las películas de Mario Moreno. Son juzgados reales: no dan risa. Pasan dieciocho años. El hijo y el sobrino se siguen peleando por la plata de Cantinflas. Ninguno de los dos viene a visitar su tumba.

Es una mañana de verano en la Ciudad de México. He llegado hasta el Panteón Español buscando la tumba del humorista latinoamericano más famoso de todos los tiempos, el eterno malabarista del habla popular de estas tierras, alguien que Charles Chaplin definió como “el mejor comediante del mundo”. El cementerio es clásico, fue construido a inicios del siglo XX en la zona norte de la ciudad. La puerta principal da a una calle llena de autobuses y vendedores de flores. En la entrada, dos policías controlan que ningún visitante ingrese con cámaras fotográficas o de video, aparatos que sólo se admiten si uno de los familiares lo ha autorizado previamente. Estamos Cecilia Larrabure, mi esposa y fotógrafa, y yo. Al lado de nosotros camina uno de los policías de la puerta, que hace las veces de acompañante obligado —no se puede entrar sin custodia— y que se resiste a conversar con dos extraños periodistas. Nos permiten ingresar con una cámara de fotos pues traemos una autorización escrita del único hijo de Mario Moreno Reyes y Valentina Ivanova (los esposos cuyas cenizas se guardan aquí). Tras una caminata de cinco minutos, el guardia nos indica que ya llegamos.

La construcción de cemento tiene paredes que imitan las piedras incas, con incrustaciones de losetas transparentes para que la luz llegue al interior durante el día. Una cruz de cemento pintada de negro resalta nítidamente en el techo de la capilla. Tiene un letrero encima de la puerta: Mario Moreno “Cantinflas”. Ninguna inscripción alude a la esposa. Adentro, un cuadro tamaño carnet del cómico —caracterizando al su famoso personaje, con pañoleta en el cuello, la sonrisa fácil y el sombrero característico— nos recuerda que sus cenizas están en esta cripta. La puerta es de aluminio y está cerrada. A cada lado, hay dos ramos de flores. Deben tener por lo menos dos días. Están apagadas, camino de marchitarse.

De primera impresión, uno diría que no queda nada del actor que tuvo tal importancia que logró convertir su nombre artístico en verbo (cantinflear) y sustantivo (cantinflada), con el visto bueno de la caprichosa Real Academia. Cualquiera pensaría que Cantinflas es pasado, que solo ha sobrevivido en esas películas entrañables llenas humor blanco y moralejas. Pero ahí está el detalle: esas películas son muchas, muchísimas, 51 para ser exactos. Y la gente las sigue viendo, las disfruta incluso en este México demencial que se parece más al país de los amores perros. Un México de 40 mil muertos, de ejércitos privados al servicio del narcotráfico, de asesinatos violentos, decapitados y codicias, donde hasta la fortuna de un humorista grandioso es motivo de bronca.

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Se ha dicho, escrito y estudiado mucho acerca de Mario Moreno Reyes y de su personaje emblema, Cantinflas. Hay tesis universitarias que analizan la incorporación al castellano oficial del verbo “cantinflear” y una decena de libros que relatan su vida a manera de biografía autorizada. La mayoría de ellos cuenta la historia de superación épica de un niño pobre que se hizo millonario gracias a su talento y trabajo, para después corresponder a la vida con anónimos actos de filantropía. Hablan de sus famosos y grandes amigos, entre los que se cuentan reyes, presidentes, multimillonarios, actrices, actores y todo hombre o mujer importante de su época. Relatan cómo el presidente estadounidense Lyndon B. Jonson le dio el privilegio de ser el primer huésped mexicano de la Casa Blanca. Explican por qué la Universidad de Michigan le otorgó el doctorado Honoris Causa a un hombre cuyas únicas aulas fueron las carpas de los circos. Detallan cómo se instituyó el día de Cantinflas en Los Ángeles, después de que las huellas de sus pies y manos quedaran grabadas en el teatro chino de Hollywood. Recuerdan que Cantinflas fue el padrino de matrimonio de Elizabeth Taylor y Michael Todd y que una de sus películas, La vuelta al mundo en 80 días, ganó el premio Oscar a la mejor producción en 1956.

Los mejores críticos de cine dicen que en todas sus caracterizaciones Cantinflas le imprimió esa habilidad para construir frases insolentes y marear al interlocutor en un acertijo de palabrerías. Sus papeles de bombero, doctor, sastre, mago, taxista, político, embajador, boxeador, burócrata, peluquero, cartero, ascensorista, barrendero, patrullero, prófugo, fotógrafo o el eterno Cantinflas le convirtieron en cronista social de las desigualdades de su país. Fue el vocero de las necesidades y vivencias, añaden.

Las biografías menos autorizadas son igual de frondosas. Comentan sus romances furtivos, públicos o anónimos, con mujeres jóvenes, guapas, rubias y despampanantes, antes y después de la muerte de su esposa. La fama de mujeriego no ofende su memoria, al contrario: es un signo inequívoco de ganador en un país machista y esquizofrénicamente conservador como es México. Ciertos libros dedican capítulos enteros a comentar la amistad que cultivó Cantinflas con los presidentes mexicanos en el apogeo del PRI. O revelan que fue nombrado consejero oficial de Gustavo Díaz Ordáz, quizá el más autoritario de los presidentes priístas, protagonista de la tristemente célebre matanza de los estudiantes de la plaza Tlatelolco en 1968. Los más críticos, recogen opiniones como la del afamado escritor colombiano Álvaro Mutis, quien dijo que nunca creyó que Cantinflas hubiera sido un gran actor, ni un cómico notable ni mucho menos el representante de un tipo popular mexicano (Mutis añadió lapidariamente: “hace muchas décadas que Cantinflas no me hace reír”). Gobiernista, demagogo y negociante de taquilla, son adjetivos que se repiten entre los biógrafos más cáusticos.

No hay libro que obvie repasar los personajes que encarnó Cantinflas en su más de medio centenar de películas. Varias películas resultaron éxitos rotundos de taquilla desde México hasta la Patagonia argentina y lograron el milagro de juntar a todas las clases sociales de la época bajo el mismo techo. En el Perú, quién de nuestros abuelos y padres no recuerda haber pasado tardes inolvidables en medio de la penumbra de una sala de barrio.

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Cecilia, mi esposa y fotógrafa, logra romper la parquedad del custodio del cementerio y hasta ha conseguido que le ayude a subirse al techo de una ermita vecina, una mejor posición para disparar su cámara. La de Cantinflas es una tumba que casi nadie visita, nos comenta el policía, que ya ha entrado en confianza. Lo mismo cuenta el jardinero que lleva más de 30 años recogiendo las flores marchitas y cuidando las del jardín. El administrador dice que dos o tres veces al año algún turista curioso llega a la puerta del cementerio preguntando por los restos de Cantinflas. La visita era ofrecida como parte de un paquete turístico local. Pero cada vez hay menos interesados en perder una mañana viendo la fotografía del cómico a través la rendija de la puerta de una capilla cerrada. O será que la gente se está olvidando de Cantinflas. O es que tal vez no tiene sentido venir a visitarlo hasta aquí. Para recordarlo, basta ir a cualquier tienda Blockbuster.

—Algo malo debe tener el trabajo, o los ricos ya lo habrían acaparado.

Conforme las películas de Cantinflas iban invadiendo las pantallas de cine de toda Latinoamérica, las cuentas bancarias del cómico iban engrosándose hasta que en algún momento de su apogeo su fortuna personal fue catalogada como “incalculable”. En la ciudad de México, él y su familia vivían en una mansión construida sobre un terreno de diez mil metros cuadrados colindante con el gran bosque de Chapultepec, la mejor zona para vivir en esta megalópolis de 23 millones de habitantes. Un avión privado y un Mercedez Benz para dignatarios completaban los lujos y comodidades de la familia Moreno Ivanova. Pero, al parecer, ni toda la fortuna que acumuló llenó plenamente la vida de la pareja. Hacía falta completar la familia. Algún problema en el sistema reproductivo de él les impedía tener hijos. Los familiares dicen que la pareja decidió adoptar a un niño. Pero todo indica que él quiso darle la sorpresa a ella una vez que se presentó la oportunidad de hacerse de un niño a cambio de unos cuantos miles de dólares. A finales de 1960, la familia se completó con la llegada de un niño rubio al que llamaron Mario Arturo.

La forma en que ese bebé llegó al hogar de Cantinflas es hoy parte del lío por la herencia que enfrenta a la familia. La historia podría resumirse así: En 1959, una joven americana que llegó a México de mochilera fue abandonada por sus amigos con una cuenta impaga. Mario Moreno, que tenía fama de ayudar a los necesitados, recibió la visita de esta joven. Ella le pidió que pagara la deuda del hotel y que le prestara dinero para regresar a su país. Él la ayudo. Un año después, cuando Cantinflas rodaba la película Pepe en los estudios de Columbia Pictures en Los Ángeles, la joven lo visitó. Ella estaba embarazada y le propuso entregarle a su bebé a cambio de diez mil dólares. En pocas palabras: venderle a su hijo. Él aceptó la oferta. Miguel Delgado, su inseparable director mexicano que estaba con Cantinflas en el rodaje de Pepe, dijo para un libro escrito por la periodista Guadalupe Elizalde haber sido testigo de la escena. Según esta versión, Cantinflas esperó a que naciera el bebé y fue a recogerlo en su avión privado. De regreso a México, lo inscribió en el registro civil como hijo biológico de él y Valentina. Lo podía hacer. Era amigo del presidente de la República y nadie revisaba su avión privado cada vez que regresaba al país. Tampoco faltaron testigos que atestiguaran que el niño nació en la casa de Paseo de la Reforma 2432 a las 9 de la mañana del día 1 de septiembre de 1960. Así lo dice el acta de nacimiento de Mario Arturo Moreno Ivanova.

Pero los problemas vinieron después. Dicen que la joven se arrepintió. Regresó a México a reclamar a su hijo y al no poder recuperarlo terminó suicidándose en la habitación de un hotel. Fue un escándalo mediático. Los periódicos amarillos dijeron que ella se había matado por él. Lo cierto es que Marion Roberts, como se llamaba la joven, escribió una carta antes de matarse donde le decía a Cantinflas “cuida a nuestro hijo”. Una parte de la prensa especuló que el niño era hijo de ambos, que lo habían engendrado cuando ella andaba pidiendo ayuda en la ciudad de México. Las fechas coincidían. Pero la realidad ayudó a frenar las especulaciones: el bebé era rubio y de ojos azules. No tenía nada del supuesto padre biológico.

Estos misterios biográficos tienen ahora forma de millones de dólares. Son parte de la disputa entre Mario Moreno Ivanova, el hijo adoptivo y heredero universal de su padre, y Eduardo Moreno Laparade, autoproclamado el sobrino predilecto y supuesto heredero gracias a un documento que, dice, le firmó su tío en el Hospital Metodista de Houston unas semanas antes de morir. La clave está en que, de acuerdo a la legislación mexicana, un hijo no biológico puede perder su calidad de heredero si se le prueba una conducta ingrata con su padre adoptivo o una vida inmoral. El sobrino sostiene que Mario Moreno Ivanova le pegaba a su padre cuando éste ya estaba postrado en una cama de enfermo terminal y que ha consumido drogas desde los doce años de edad. Ambas conductas pueden ser una causal para desheredarlo.

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Eduardo Moreno Laparade es el sobrino heredero. O el primo inescrupuloso. Depende de quién lo diga. No es difícil dar con él en la ciudad de México. Desde que murió su tío, dirige la fundación Mario Moreno Reyes, que él mismo creó. Para hablar con él sólo es necesario llamar a la fundación y una secretaria resolverá su agenda. La cita siempre es en la sede de la fundación donde ocupa la mejor oficina, en el segundo piso de una casa inmensa, de esas a las que se mudan los diplomáticos o empresarios en Las Lomas, el equivalente a La Planicie en Lima. A la entrada, una vitrina llena de suvenires del cómico, desde muñequitos hasta lapiceros con su nombre, recibe al visitante. El camino desde la recepción hasta la oficina del sobrino está lleno de afiches, cuadros, caricaturas y curiosos retratos en miniatura de Cantinflas. El sobrino es un hombre atento, se presenta como periodista que ya no ejerce el oficio, aunque su oficina, llena de muebles de caoba, sería la envidia de cualquier director de un periódico importante.

Asegura saberlo todo sobre su famoso tío porque, según dice, él era el  sobrino predilecto. “Me confió todo antes de morir”, explica. A un costado de su oficina, está la biblioteca de la fundación (con hemeroteca incluida), que, según presume, es la más completa sobre el más universal de los cómicos de México. Moreno Laparde guarda todo lo que se ha publicado sobre su tío, por lo menos en México. La colección incluye dos libros especiales: Uno escrito en 1946 por un anónimo biógrafo que con el seudónimo de Draneoll reconstruyó de manera fidedigna la infancia paupérrima, la adolescencia díscola y los primeros años en los que la fama y el dinero llegaban a la vida de Mario Moreno Reyes. El libro se llama “Quién es Cantinflas”. El sobrino cuenta que encontró un viejo ejemplar perdido entre los estantes de una librería de viejo, lo leyó y quedó impresionado con la exactitud de los datos familiares y personales. Por eso, decidió reeditarlo agregándole su propio prólogo y fotos inéditas del álbum familiar que él conserva. Ahora, obsequia un ejemplar a todo periodista que lo visita para entrevistarlo.

El otro libro especial de su colección es menos romántico. Empezó como un ambicioso proyecto para escribir una biografía autorizada de Cantinflas que el sobrino confió a la periodista Guadalupe Elizalde cuando el cómico todavía vivía. Terminó siendo un instrumento para que el sobrino Eduardo Moreno Laparade destile todo tipo de ataques contra el hijo adoptivo. Su publicación significó uno de los primeros episodios de la guerra judicial por la herencia. Bajo el título “Mario Moreno y Cantinflas… rompe su silencio”, salió de la imprenta exactamente un año después de la muerte del comediante. Este libro no se encuentra en librerías. Moreno Ivanova, el hijo adoptivo, interpuso una demanda para impedir su distribución y venta alegando que dañaba su imagen. Un juez le dio la razón.

—A ese lo compraron por 10 mil dólares de niño—dice Moreno Laparade refiriéndose a su primo. Colgado en la pared, a Cantinflas se le caen los pantalones en el afiche de Conserje de Condominio.

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Mario Arturo Moreno Ivanova no tiene secretaria ni asistente que le vea su agenda. Él mismo pacta sus entrevistas por celular. Nunca cita periodistas en su casa u oficina, prefiere los restaurantes o cafés. Pero es usual que nunca llegue al lugar acordado. Tiene fama de informal e incumplido. Me consta que no es mala reputación. Esperé en vano las dos primeras citas, a la tercera fue la vencida. Quedamos en reunirnos a las once de la mañana de un lunes en el restaurante Vips de Tecamachalco. Tuve que llamarlo más de una vez para recordarle que llevábamos esperando media hora. Llegó al fin. En la entrevista que duró una hora y media entendimos porque nos había citado en Tecamachalco, un barrio elegante y residencial cerca de la céntrica avenida Reforma pero que ya es territorio del vecino Estado de México. Como su padre, es un fumador  empedernido, y una ley local de la Ciudad de México prohíbe fumar en restaurantes. Tecamachalco no es territorio del DF y por lo tanto la ley que angustia a los fumadores no rige. El hijo de Cantinflas viste un pantalón jean con una indiscutible etiqueta Versace arriba del bolsillo trasero de la derecha, unas gafas oscuras marca Ray Ban, que no se la saca durante toda la entrevista, y una chaqueta fina color morado. Su muñeca izquierda lleva un reloj blanco y chato que al fondo llevaba la inscripción en letra corrida: Cartier. No quiere comer, sólo pide un jugo natural de zanahorias que intercambiaba con bocanadas de humo que va exhalando de los cigarrillos que prende compulsivamente, cada diez minutos.

— ¿Usted sabe lo que es robarle a un tipo que se está muriendo de cáncer? —pregunta el hijo. El paquete de cigarrillos le tiembla en sus manos

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Mario Arturo y su primo Eduardo coinciden en resaltar las virtudes del hombre que hizo la fortuna que ahora se disputan. El hijo dice que desde que tiene uso de razón todos los recuerdos de su padre son adorables, que siempre lo cuidó con esmero y le dio lo mejor. Que se unieron para siempre cuando murió su madre, él  apenas tenía cinco años pero lo recuerda como si fuera ayer. El sobrino, por su parte, no escatima palabras para resaltar el extraordinariamente corazón solidario que dice tenía Cantinflas. Ayudaba a los pobres y enfermos con la única condición que nadie sepa. “Ni nosotros que estábamos a su lado nos enterábamos de lo mucho que ayudaba a la gente”, recalca Eduardo Moreno Laparade cada vez que puede. Pero cuando empezamos a hablar de la herencia, las discrepancias llegan a convertirse en adjetivos de grueso calibre contra el otro. De hecho es imposible entrevistarlos juntos. No se pueden ni ver.

El hijo de Cantinflas dice que su primo y el padre de éste, su tío Eduardo, siempre le prodigaron un cariño hipócrita. Que toda la vida vivieron del dinero de su padre y que su ambición era obvia y grosera. Dice que cuando su padre agonizaba, su primo Eduardo y el padre de éste retiraron 70 millones de dólares de manera subrepticia de las cuentas bancarias de la familia. Aprovecharon que el hermano de Cantinflas era el apoderado legal del cómico. Dice que él tiene las pruebas de eso que califica como “robo impune”.

Eduardo Moreno niega tajantemente la acusación de robo. Argumenta que vive de su trabajo e insiste en que Mario es hijo adoptivo de su tío y que lo compró por 10 mil dólares a una desnaturalizada madre. Lo califica de drogadicto y alcohólico y afirma que está dilapidando rápidamente la millonaria fortuna que le dejó su padre. Cuando se le pregunta que todo parece una pelea visceral por el dinero, responde que no, que él está peleado con Mario Arturo desde que su primo tenía 12 años. Sobre su afortunada herencia explica que su tío, unos días antes de dejar el hospital en Houston, ya moribundo por un cáncer terminal, le firmó un documento ante un notario dejándole las regalías de todas las películas que rodó con su propia empresa productora. Que la voluntad de su tío fue dejarle esa dote y que a él solo le queda respetar esa decisión.

Mario Moreno Ivanova descalifica los argumentos de su primo y para eso se ayuda del expediente judicial de uno de los varios procesos que los mantienen enfrentados. Sostiene que ha quedado demostrado por pericias grafotécnicas que su tío firmó una hoja en blanco y que la notario Melvy A. Reina ha encarado ante el juez a Eduardo Moreno aclarando que nunca vio firmar a Cantinflas. Que ella confió en la palabra del sobrino y se metió en problemas. El primo responde que la notario fue comprada por su contrincante.

La pelea legal ha traspasado las fronteras mexicanas. La poderosa Columbia Pictures, en sociedad con Moreno Laparade y Joyce Jett, la mujer secreta de Cantinflas desde 1968 que también se reclama heredera de su ex amante, exigen los derechos de las películas. La gigante productora norteamericana ha logrado que un juez de California reconozca que ellos son propietarios. El hijo ha apelado y dice que será la Suprema Corte de Justicia de los Estados Unidos la que resuelva definitivamente el caso. Por ahora los millones de dólares que año a año acumula Columbia Pictures por las regalías de las películas son depositados en una cuenta administrada por el juez de California. En México le ha ido mejor al hijo. Un fallo de la Corte Suprema le otorgó los derechos de las películas de su padre y lo ha reconocido como heredero universal de su obra artística. Se calcula que todo puede valer más de 100 millones de dólares. Será por eso que Mario Moreno Ivanova le ha vendido a la gigante mexicana Televisa los derechos exclusivos de exhibición de las películas de Cantinflas. Todos los sábados el canal más importante de la cadena programa las películas en horarios familiares de su parrilla.

—Yo amo, tú amas, el ama, nosotros amamos, vosotros amáis, ellos aman. Ojalá no fuese conjugación sino realidad.

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Mario Moreno Reyes murió a las 9.38 de la noche del martes 20 de abril de 1993. Los noticieros locales de la noche dieron la primicia e interrumpieron su programación habitual para cubrir las reacciones por la desaparición del más universal de los cómicos de México. El gobierno de Carlos Salinas de Gortari declaró tres días de duelo en todo el país. El entierro fue multitudinario. El administrador del cementerio sale hasta la calle y me muestra alzando el brazo derecho hasta donde llegaba la masa de gente ese día.

Pero esta mañana nadie se ha asomado a la capilla donde descansa Cantinflas. Por las inscripciones del mausoleo, descubro que los restos de Mario Moreno Reyes fueron cremados 27 años después que los de Valentina Ivanova. O sea, pasó casi tres décadas sin la mujer de su vida. Depositados en pequeñas urnas, una al lado de la otra, las cenizas de ambos terminaron juntas en la capilla que el cómico mandó construir para ella.

Me cuentan que el hijo adoptivo rara vez viene a la capilla, y si lo hace se preocupa de ir siempre acompañado de periodistas. No se lo vio por aquí en el día del padre de este año y el último 2 de noviembre, Día de los muertos, solo llamó por teléfono al cementerio para pedir a uno de los empleados que pongan flores, que él pagaba. El sobrino predilecto no viene nunca.


Escrito por

Carlos Paredes

Estudió Derecho y Ciencias de la Comunicación en Lima y una Maestría en Comunicación Política en México. Es periodista desde el año 1990.


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