#ElPerúQueQueremos

Segundo tiempo en sala de emergencias

Publicado: 2011-04-20

Lo único predecible en las elecciones presidenciales del Perú es que siempre son impredecibles. Así ha pasado en los últimos veinte años. Pareciera que a los peruanos nos gustan las finales de suspenso. Hemos hecho de nuestro sistema electoral un juego a dos tiempos cuyo máximo premio es elegir al mal menor. La primera vuelta empieza con una hemorragia de candidatos que atomizan el voto hasta lograr que ninguno de los diez o doce, que suelen presentarse, tenga mínimas posibilidades de alcanzar más del 50% de los votos para hacerse presidente en un solo acto. Es una primera carrera donde ni el más irresponsable de los encuestadores se atreve a dar pronósticos contundentes. La segunda vuelta es un plebiscito. Sólo que al verés. Los electores vamos a las urnas para decir a quién no queremos como presidente. Así pasó en 1990 cuando Mario Vargas Llosa –que se consideraba presidente dos semanas antes de las elecciones– perdió ante un desconocido hijo de inmigrantes japoneses aunque había ganado en la primera vuelta. No elegimos a Fujimori, votamos para que Vargas Llosa no sea presidente. En el 2001 la elección tuvo otro cariz pero fue, creo, igual de plebiscitaria. Los peruanos alzamos como presidente al candidato que antes había sido víctima del fraude electoral de Fujimori. Optamos por Alejandro Toledo porque sentimos que sí era peruano, descendiente directo de nuestros antepasados, y no un japonés que había renunciado a la presidencia del Perú vía fax desde su lejano país, al que había fugado por un escándalo de corrupción sin precedentes. Esa elección fue una reivindicación nacionalista. En la última elección presidencial, en 2006, la segunda vuelta nos puso ante un serio dilema que el imaginario popular resumió con una metáfora de sala de emergencias: escoger entre el cáncer y el sida. El cáncer era Alan García –cuyo primer gobierno fue el peor de la historia republicana del país– y, el sida, tenía el rostro del Comandante Ollanta Humala, el hijo putativo de Hugo Chávez. La mayoría optó por el cáncer, quizá confiando en que la mancha impregnada en la biografía de García iba a tener efectos de sofisticada quimioterapia para evitar que se repita el desastre de su primera experiencia (1985-90). Y, aunque salpicado con algunos escándalos de corrupción, García ha continuado con el modelo de crecimiento económico. La inflación, –que en su gestión anterior fue la tercera hiperinflación de la historia de la humanidad con una devaluación acumulada de la moneda de 2 millones por ciento– ha sido de las más bajas de la región (2% en 2010). Hoy, los índices macroeconómicos muestran que el Perú es la niña mimada del modelo de libre mercado en Latinoamérica: diez años de crecimiento sostenido y ascendente, reducción de la pobreza de 54 a 35% en el mismo periodo, reservas internacionales netas que por primera vez son el doble que la deuda externa y record en inversión extranjera. Por no hablar del boom de nuestra exquisita y variada gastronomía que ha logrado internacionalizarse o del desarrollo exponencial de la construcción y el negocio inmobiliario. Pero crecer por crecer no basta. A estas cifras tan alentadoras se oponen otras igual de reales. El sueldo mínimo es el más misérrimo de la región (210 dólares), todavía seguimos muy relegados en el ranking de competitividad mundial (puesto 73 de 139), 40 lugares detrás de Chile. Y lo que es peor, en la última prueba PISA –que mide la calidad de la educación básica– el país se encuentra en el penúltimo lugar, es el peor ubicado. Así las cosas, la primera vuelta electoral fue tan impredecible como las anteriores. Hasta hace dos meses el establishment se felicitaba porque ningún candidato izquierdista o antisistema tenía posibilidades reales de llegar al poder. Hoy, como en 2006, Ollanta Humala ganó la primera vuelta y está en el balotaje. Quizá porque siguió con disciplina militar a los expertos en marketing político que, dicen, le mandó Lula. O, quizá, porque ese modelo tan exitoso de crecimiento económico no es lo suficientemente exitoso como para llegar a los cordones marginados y pobres del país. El drama para una buena parte de los peruanos es que, otra vez, tenemos que escoger entre dos populismos: uno de izquierda con Humala y otro de derecha con Keiko Fujimori. El primero, que puede ser un salto al vacío por su regreso irresponsable a modelos trasnochados y fracasados y, porque podría seguir la ruta autoritaria del chavismo. Y, la segunda, que es el mascarón de proa de un régimen probadamente corrupto que convirtió al Perú en un burdel. Como dice Vargas Llosa, una nueva edición del dilema del cáncer y el sida. Pero esta vez el cáncer, que es el fujimorato recargado, es terminal. Que ha hecho metástasis en todo el tejido moral. Ni la quimioterapia más sofisticada podría extirparlo. Todo lo contrario, sólo adelantaría el final. Para el sida nacionalista, hasta ahora los retrovirales todavía no garantizan cura. Sólo alargar el desahucio.


Escrito por

Carlos Paredes

Estudió Derecho y Ciencias de la Comunicación en Lima y una Maestría en Comunicación Política en México. Es periodista desde el año 1990.


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